El amanecer en Thorpe Abbotts era una promesa incumplida envuelta en niebla. No el tipo de niebla romántica de las películas, sino una humedad fría, penetrante, que se calaba hasta los huesos y olía a tierra mojada, a combustible de aviación y al leve pero persistente hedor a letrinas desbordadas. Eran las cuatro de la madrugada de finales de 1944, y el aire en la cantina del barracón Nissen era una mezcla densa de café recalentado —más achicoria que otra cosa—, humo rancio de cigarrillos y el optimismo forzado que flotaba desde que las noticias anunciaron la liberación de París. El Capitán Davis, veinticuatro años y un puñado de misiones sobre Francia bajo la gorra, irradiaba esa confianza casi eléctrica de quien aún no ha mirado de verdad a los ojos del abismo.
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Misión de bombardeo por Julien Lepelletier |
—Hoy nos damos un garbeo, Miller, y volvemos para la cena
—aseguró Davis, golpeando con el dedo índice un punto en el mapa mental que
solo él parecía ver con claridad—. Inteligencia insiste: un nudo ferroviario
secundario cerca de Essen. Poca cosa. La Luftwaffe está en las últimas, sin
gasolina ni pilotos que valgan la pena. Será como robarle un caramelo a un
niño. —dijo con una sonrisa felina en los navíos y un destello en los ojos.
Davis adoraba volar, pero adoraba más los trabajos de demolición.
El Teniente Miller, copiloto, diez años mayor en espíritu si
no en edad, observaba la superficie turbia de su taza como si buscara allí
presagios. Sus sienes prematuramente plateadas contrastaban con la energía
nerviosa de Davis.
—Nunca subestimes a un enemigo que defiende su casa, Capitán
—su voz era queda, desprovista de la fanfarria de Davis—. Recuerdo los informes
de Schweinfurt. También decían "resistencia moderada". La
inteligencia se equivoca. La Flak no suele hacerlo. —Miller recordaba su
anterior destino, la buena “Bettsy” y los amigos que hizo. Solo sobrevivieron
él y otros 4 tras regresar como un colador, después de tan solo tres misiones.
—¡Ah, Miller, siempre viendo el vaso medio vacío! —Davis le
dio una palmada en el hombro que sonó demasiado fuerte en el silencio tenso de
la cantina—. Hoy cambiaremos tu suerte. Hoy la "Snake Eyes" nos
llevará y nos traerá de vuelta sin un rasguño.
Cerca de la puerta, el Cabo Allen, el benjamín del grupo con
sus diecinueve años y cara de acné mal curado, intentaba encender un cigarrillo
con manos que temblaban visiblemente. No era la primera vez que volaba, pero si
la primera sobre el corazón del Reich. El mechero Zippo se le resbalaba entre
los dedos sudorosos. El Sargento Kowalski, artillero de cola, un
polaco-americano con la cara curtida como cuero viejo y una mirada que parecía
contener todos los inviernos de la guerra, se acercó sin hacer ruido. Le
arrebató el mechero a Allen, lo encendió con un chasquido seco y le acercó la
llama.
—Gracias, Sar... Sargento —tartamudeó Allen, aspirando el
humo con desesperación.
—Respira, chico —la voz de Kowalski era un susurro grave,
como piedras rodando—. El miedo es como el aceite: útil en su justa medida,
pero si te inunda, te ahogas. Y deja de escuchar al Capitán. Nunca es un paseo.
Nunca.
El briefing se desarrolló bajo la luz amarillenta y
parpadeante de los fluorescentes, en una sala atestada de hombres enfundados en
gruesos trajes de vuelo, oliendo a colonia barata, tabaco añejo y a la tensión
colectiva. El oficial de inteligencia, con su puntero y su voz monótona, señaló
las fotografías aéreas del objetivo. Insistió en la "ventana de
oportunidad", la "escasa resistencia esperada", la "moral
quebrada del enemigo". Davis asentía con aire de suficiencia. Miller
anotaba coordenadas con el ceño fruncido. Kowalski, en la última fila,
simplemente cerró los ojos. Conocía esa música. Era la obertura del desastre.
La caminata hacia la pista de dispersión fue una procesión
silenciosa bajo la llovizna fina. El barro se agarraba a las botas con una
succión obscena. El B-17G "Snake Eyes" esperaba al final de su
plataforma, una bestia de aluminio y plexiglás que parecía absorber la poca luz
del amanecer. Su morro lucía una pin-up sonriente con unos dados en la mano,
una ironía que, en ese momento, nadie pareció notar. El olor a gasolina de 100
octanos era intenso, casi mareante. El sonido metálico de las botas sobre las planchas
de acero perforado resonaba en el aire quieto.
—Buenos dias, señorita —murmuró Rossi, el bombardero,
mientras subía por la escotilla ventral—. Compórtate hoy, ¿quieres?
El interior era un laberinto de cables, costillas de metal,
cajas de munición y el olor penetrante a aceite hidráulico y a humanidad
confinada. Cada hombre se deslizó hacia su puesto: Davis y Miller en la cabina
acristalada, Smithers el navegante y Rossi en el morro, Allen en su cubículo de
radio, y los artilleros encajándose en sus torretas como ermitaños en sus
celdas de metal y miedo.
El arranque de los cuatro motores Wright Cyclone R-1820 fue
un estruendo que hizo vibrar cada remache del fuselaje. Uno tras otro, cobraron
vida con toses, llamaradas y finalmente un rugido ensordecedor que ahogó
cualquier pensamiento. La "Snake Eyes" carreteó pesadamente, se unió
a la larga fila de fortalezas volantes y, finalmente, se elevó en el aire gris,
dejando atrás la tierra firme de Inglaterra.
Formaron sobre el Canal, un espectáculo majestuoso y
aterrador. Decenas de B-17 volando en una formación precisa, el sol
ocasionalmente destellando en las superficies metálicas. Dentro del avión, sin
embargo, el mundo era vibración constante, el zumbido omnipresente de los
motores y el flujo siseante del oxígeno en las máscaras.
—Navegante a piloto. Nos acercamos a la costa enemiga.
Estimado en cinco minutos —la voz de Smithers sonó clara pero tensa en los
auriculares.
—Piloto a toda la tripulación. Máscaras de oxígeno
comprobadas. Armamento listo. Mantengan los ojos bien abiertos.
El paisaje cambió. La tierra bajo ellos ya no era amiga. Y
entonces, sin previo aviso, el cielo se volvió hostil. No gradualmente, sino de
golpe. Un ¡CRUMP! gutural resonó, tan cerca que pareció venir de dentro
del propio avión. La "Snake Eyes" se sacudió violentamente, lanzando
a Allen contra su transmisor.
—¡Flak! —gritó el artillero de la torreta superior, su voz
distorsionada por la estática y el pánico—. ¡Joder, está justo encima!
El aire alrededor se llenó de flores negras y grises que
florecían y se disipaban con una belleza letal. El sonido ya no eran
explosiones lejanas, era un martilleo constante y brutal contra el fuselaje. ¡PANG!
¡PING! ¡TUNK! La metralla golpeaba, arañaba, perforaba. Un trozo del tamaño
de un puño atravesó el plexiglás del morro, dejando entrar un aullido de viento
helado y el olor acre de la cordita quemada.
—¡Mantén la altitud, Davis! —gritó Miller, sus nudillos
blancos sobre los controles—. ¡Están encontrando nuestro rango!
—¡Lo sé, maldita sea! ¡Lo sé! —replicó Davis, luchando por
mantener el avión nivelado mientras las explosiones lo zarandeaban como a un
juguete—. ¡Kowalski! ¡Informe!
—88s, Capitán. Varias baterías. Muy precisos. Se concentran
en el líder de la formación —la voz de Kowalski seguía siendo un remanso de
calma profesional en medio del caos—. Nos están usando de referencia.
Recomiendo maniobra evasiva ligera, si la formación lo permite.
Pero no lo permitía. Mantener la formación defensiva era
vital. Vieron un B-17 a su derecha, el "Southern Comfort", recibir un
impacto directo en el ala interior. El ala se dobló hacia arriba como papel
mojado, luego se desprendió en una lluvia de fragmentos incandescentes. El
bombardero herido de muerte comenzó una lenta espiral descendente, envuelto en
llamas, hasta desaparecer en las nubes bajas. Diez hombres menos. El silencio
en el intercomunicador fue denso, pesado, solo roto por respiraciones entrecortadas.
—Smithers, ¿cuánto falta para el objetivo? —preguntó Davis,
su voz ahora ronca.
—Tres minutos, Capitán. Si llegamos.
Y entonces, el infierno encontró una nueva dimensión.
—¡¡CAZAS!! —el grito del artillero de la torreta de bola fue casi
un aullido—. ¡A las seis! ¡Muchos! ¡Vienen rápido!
Como demonios surgidos de una grieta en el cielo, los cazas
alemanes cayeron sobre ellos. Bf 109s con sus morros afilados, Fw 190s con su
aspecto brutal y compacto. Pasaron entre la formación como cuchillos, sus
cañones de 20mm escupiendo trazadoras que parecían relámpagos sólidos.
El interior del "Snake Eyes" explotó en un
pandemonio de sonido y furia. Las trece ametralladoras .50 del bombardero
abrieron fuego a la vez, un rugido atronador que hacía vibrar hasta los
empastes. El olor a cordita se volvió sofocante, picando en los ojos y la
garganta. Los casquillos calientes llovían sobre el suelo metálico.
—¡Los tengo! ¡A las nueve, alto! —gritó el artillero de la
torreta superior.
—¡Rompiendo a la derecha! ¡Viene uno de frente! —avisó
Miller.
Un Fw 190 pasó rugiendo por encima de la cabina, tan cerca
que pudieron ver las cruces negras y las esvásticas en la cola. Sus cañones
golpearon el morro. El plexiglás estalló hacia adentro, llenando la cabina de
esquirlas y viento helado. Smithers gritó, llevándose una mano a la cara. Rossi
disparaba su ametralladora frontal con furia.
—¡Navegante herido! —informó Davis, tratando de esquivar
mientras limpiaba la sangre de Smithers de su propio guante—. ¡Rossi! ¡Alcanza
el objetivo! ¡Ahora!
En medio de aquel torbellino de muerte, Rossi, con una calma
sobrenatural, ajustó el visor Norden.
—¡Estable! ¡Manténgalo estable, Capitán! ¡Solo un
segundo...! —El incesante traqueteo hacia que el aparato le temblase en las
manos y la mirilla en forma de cruz parecía desdoblarse. Cuando vio que los
diales se alineaban, respiró hondo y dijo —¡¡BOMBAS FUERA!!
El avión se aligeró con un respingo. Pero cualquier sensación
de misión cumplida fue aniquilada instantáneamente. Un impacto brutal sacudió
toda la estructura. Las luces parpadearon y se apagaron.
—¡Motor dos! ¡Fuego en el motor dos! —gritó Miller,
accionando los interruptores de emergencia—. ¡Extintores activados! ¡No
responde!
—¡Piloto a Ingeniero! ¡Corta combustible al dos! ¡Ponlo en
bandera, joder, ponlo en bandera!
Otro impacto, esta vez en el fuselaje central. Un grito
ahogado llegó por el intercom, seguido de un silencio espantoso.
—¡Artillero de cintura derecho! ¡Dios mío, le han dado de
lleno! —la voz del otro artillero de cintura era un sollozo—. ¡Está muerto,
Capitán! ¡Está...!
El avión se estremeció de nuevo. Chispas saltaron del panel
de instrumentos.
—¡Hidráulicos! ¡Hemos perdido presión hidráulica principal!
—anunció Miller, sus músculos tensos luchando contra los controles que se
volvían pesados como plomo—. ¡No puedo mantenerla!
—¡Radio a Piloto! —Allen sonaba como si estuviera llorando—. ¡Mayday!
¡Mayday! ¡B-17 "Snake Eyes"! ¡Fuertemente dañado! ¡Atacados! ¡Oh Dios, el "Blue
lullaby" acaba de... se ha partido en dos! ¡Se ha partido...! —Su
transmisión se cortó en un chillido de estática.
Kowalski, desde la cola, seguía informando con voz tensa pero
firme, alternando con ráfagas de su ametralladora.
—Focke-Wulf a las cinco, bajo. Acercándose. ¡Lo tengo! —Hubo
una pausa, el sonido de las .50—. ¡Humareda negra! Se retira. ¡Otro a las
siete! ¡Mierda! ¡Impacto en la torreta! ¡Controles de giro afectados!
¡Estoy...! —Un gruñido de dolor ahogó sus palabras.
La "Snake Eyes" era ahora un matadero volante. Un
motor en llamas, otro renqueando, sin hidráulicos, con agujeros por todas
partes, un muerto a bordo, varios heridos, y fuera de la protección de la
formación que se desintegraba bajo los ataques implacables. Eran un blanco
fácil, una ballena herida rodeada de tiburones.
Davis tomó la única decisión posible.
—¡Davis a la tripulación superviviente! ¡Nos largamos de
aquí! ¡Smithers! ¿Puedes darme un rumbo? ¡El más directo a Inglaterra!
¡Artilleros, fuego solo si es necesario! ¡Miller, ayúdame a mantener esta
bañera en el aire! ¡Moveos!
El viaje de regreso fue una eternidad suspendida en el miedo.
El motor en llamas finalmente se extinguió, dejando una estela de humo negro
que marcaba su agónico progreso. Los cazas enemigos desaparecieron, tal vez
llamados a otra parte, tal vez considerando que ya no valían la munición. El
silencio que quedó fue casi peor que el estruendo del combate. Solo se oía el
aullido del viento a través de las brechas del fuselaje, el gemido irregular de
los motores supervivientes, el crepitar ocasional de algún sistema dañado, y
los gemidos bajos y constantes de Smithers, a quien Rossi intentaba vendar la
cara con manos torpes y ensangrentadas.
Cada nube era una emboscada potencial. Cada vibración, el
presagio del colapso final. Volaban bajo, tratando de evitar los radares, con
la esperanza de que la Flak costera no los encontrara. Miller y Davis se
turnaban en los controles, sus brazos y hombros agarrotados por el esfuerzo de
mantener el avión dañado en un rumbo aproximado. Allen, en su puesto, miraba al
vacío, sus ojos reflejando horrores que ninguna radio podía transmitir.
La visión de los acantilados blancos de Dover fue como una
hondonada de aire en los pulmones. Nunca un trozo de tierra gris y verde había
parecido tan hermoso, tan irreal. Pero la lucha no había terminado.
—¡Preparen aterrizaje de emergencia! —ordenó Davis, su voz
apenas un susurro ronco—. ¡Tren de aterrizaje abajo! ¡Miller, prepárate para
usar los frenos de emergencia! ¡Agarraos fuerte!
La pista de Thorpe Abbotts parecía una aguja en un pajar. El
B-17 se resistía, ladeándose, negándose a obedecer. Lucharon con él, sudando
frío a pesar del aire gélido que entraba por los agujeros. El contacto con
tierra fue brutal, un chirrido ensordecedor de metal torturado, seguido de una
serie de sacudidas violentas que lanzaron todo lo suelto por la cabina. El
avión derrapó, giró sobre sí mismo y finalmente se detuvo en medio del campo,
con un ala hundida en el barro, en un silencio repentino y absoluto.
Las sirenas se acercaban. Las escotillas se abrieron con
dificultad. Bajaron, o más bien se dejaron caer, hombres cubiertos de hollín,
aceite, sangre seca y el polvo fino de los extintores. Parpadearon bajo la luz
gris, mirando incrédulos la carnicería que había sido su avión. El "Snake
Eyes" estaba acribillado de proa a popa, el morro destrozado, un motor
carbonizado, el fuselaje desgarrado en múltiples puntos. La pintura de la
pin-up sonriente estaba quemada y llena de agujeros.
Miraron alrededor. La inmensidad de la pista parecía aún
mayor por los huecos. Faltaban cinco aviones de su escuadrón. Cincuenta hombres
que no volverían para el té.
En la sala de debriefing, el olor a café no podía
disimular el hedor a miedo y a pérdida. Nadie hablaba. Los supervivientes
miraban al frente, con la mirada vacía de quien ha visto demasiado. Davis,
encorvado, respondía mecánicamente a las preguntas del oficial de inteligencia.
Miller tenía la cabeza entre las manos. Allen temblaba incontrolablemente.
Vieron pasar las camillas con los heridos –Smithers con la cara vendada,
Kowalski pálido como la cera pero con un pulgar levantado débilmente– y la
camilla cubierta con una manta que ocultaba al artillero de cintura para abajo.
Más tarde, mucho más tarde, cuando la adrenalina se había
disuelto dejando solo un residuo amargo de agotamiento y náusea, Davis se
encontró de pie junto a los restos del "Snake Eyes". La noche era
fría y ventosa. Acercó la mano a un enorme agujero irregular en el fuselaje,
justo debajo de la cabina. El metal estaba retorcido, afilado como un cuchillo.
La pintura alrededor estaba ampollada por el calor de alguna explosión cercana.
Tocó el borde dentado, sintiendo el frío cortante. Había tirado los dados y la
fortuna no le había sonreido. No había habido gloria, solo supervivencia brutal
y aleatoria. Y la certeza helada de que la suerte, como la juventud, era un
bien fungible en aquel negocio de matar y morir. La "Snake Eyes" le
había traído de vuelta, sí, pero le había robado algo irrecuperable en el
proceso. Y sabía, con una claridad aterradora, que mañana, o pasado, tendría
que volver a subir y tentar de nuevo a esa dama caprichosa y sangrienta.